¿Quién iba a pensar que Tabaré Vázquez se iba a transformar en el peor enemigo de los ecologistas?
Es muy tentador pensar el conflicto de las papeleras en Uruguay como el choque entre dos izquierdas: por un lado la industrialista y nacional, mucho más negociadora y pragmática, y por el otro lado algún tipo de izquierda más sanguínea y terrestre, que defiende su espacio y sus negocios pero también toma conciencia de cuáles son los riesgos –en este caso ambientales– de la ambición. Una izquierda profesional contra otra izquierda más artesanal y originaria.
Si algo tiene de extraño la lucha por el medio ambiente (y esto a veces les pesa a las tibias organizaciones ecologistas) es que exige un espacio real y concreto para la política: se bloquean barcos, los cuerpos se interponen entre la naturaleza y el agresor, o bien se portan carísimos disfraces frente al Congreso Nacional.
La lucha ecológica tiene, necesariamente, que actuar en el terreno, y eso es algo que la condiciona políticamente, mientras que el resto de las actividades políticas sólo tiene que actualizar su vínculo en las elecciones, o bien visitar de vez en cuando los satélites del Partido, una periferia necesaria pero no primordial. (Aquí habría que hablar entonces de los movimientos de base de desocupados o los movimientos raciales o religiosos como fuerzas originariamente ecológicas, que fueron un poco profesionalizadas por la izquierda más institucional. Pero mejor no arriesgarme tanto).
Por supuesto: los ecologistas no siempre toman posiciones arriesgadas, pero cada vez más la lucha ecológica es una lucha contra los monopolios. Y esto porque cada vez hay más monopolios. Y porque la producción industrial es cada vez más monopólica, y para mantener su productividad necesita enflaquecer los gastos y los gustos para engordar los rendimientos y los ritmos.
Parece idiota comprobarlo, pero por naturaleza la industria se enfrenta a la naturaleza. Siempre. Es una intuición que siempre existió entre nosotros, en distintas épocas de la historia, con gente que destruía máquinas en una década, o anunciaba el fin de la poesía en otra década, o intentaba desesperada e inútilmente volver a la religiocidad en otra época, después de haber crecido con la ciencia.
Progresistas contra saboteadores; ambiciosos contra defensores del terruño social.
Ahora nos toca el capitalismo post-industrial y esa renegociación de soledades que es la acción comunal. Una hermosa aventura que aunque muchas veces esté condenada al fracaso, siempre es absolutamente necesaria.