14.12.05

Manifiesto contra lo evidente

Parece que la evidencia es lo más fácil. Desde las alturas se puede ver el panorama, la visión del conjunto sobrecoge. Estamos ante la verdad. Así funcionan las grandes ideas, las teorías enormes y las religiones.
Pero claro: nadie que mire desde lejos puede vencer la tentación de acercarse. Por eso también intentan explicar los detalles, y es cuando toda teoría se muestra hecha de aire, de puro pensamiento, de esquemas y supuestos y miedos y costumbres.
La evidencia es fácil también al escribir. Hoy, por ejemplo, es un poco más fácil escribir novelas homosexuales que hace 50 años. Hoy se dispone de más elementos expresivos, y en general los relatos se engolosinan de libertad, y luego explotan en pleno ejercicio del kitsch. Los escritores gays escriben para demostrar que son gays. Es justamente esa su razón de ser.
Esto, obviamente, no sirve para relacionar la obra de los escritores con sus conductas sexuales, pero sí para encontrar algunas de las infinitas relaciones que se tejen entre los hombres, sus acciones y los objetos en el mundo.
Dos escritores con P de puto: Puig y Proust. Su genialidad no estuvo en demostrar que eran gays, sino justamente en las artes que desarrollaron para poder ocultarlo. En cuanto Oscar Wilde sufrió una persecución judicial que lo dejó desnudo ante la sociedad, ya nunca volvió a producir las obras geniales a las que se había acostumbrado el mundo. La evidencia, el realismo, el tacto sobre la superficie del mundo son los peores enemigos, sino del arte, al menos de los novelistas, y mucho más si son gays.
Si una descripción no intenta transformar, se queda en el vano intento de reflejar, que al contrario de la transformación, es algo por definición imposible: no existen dos cosas iguales en el mundo. Hasta los átomos se diferencian entre sí por el espacio en el que se encuentran sus electrones en un instante. Nada es igual a ninguna otra cosa. Por eso intentar el parecido es casi un horror mitológico, algo que los sabios griegos también intentaron castigar en la figura de Narciso.
Enamorarse de lo idéntico es una superstición inútil, y es muy sospechosa la evidencia de cosas determinables y concebibles.
En un texto todo es inconcebible, el proceso laberíntico de la lectura es el que acomoda cada cosa en un lugar, que nunca es el mismo lugar que esa cosa ocupó antes. Los sentidos cambian con cada percepción, en una cadena que todo el tiempo es arrastrada por el suelo. Cada lectura es una nueva lectura.
Manuel Puig se agazapaba detrás de las mujeres de pueblo. Marcel Proust en su cama. Cubrir un poco, esconder. Pareciera que el ocultamiento enriquece, porque esconde lo desconocido, algo que es indeterminado, inabarcable. La iluminación calcina, reseca, la luz achata los volúmenes de las cosas.
La ciencia es resultado de la disciplina. La improbable aplicación de un método para acercarse a un mundo que vibra y resbala. Se vale de evidencias que sabe perfectamente cómo encontrar, y que no son más que la expresión práctica de las costumbres humanas. El vértigo, por ejemplo, podría ser la refutación de toda la física. La trayectoria de los objetos en el mundo, que obsesionó a tantos, sigue siendo algo ideal e intangible. Los métodos mejoran, nos acercamos un poco más a la realidad, pero todo se mantiene al nivel del cálculo. Nadie puede realmente decir que el mundo se esté comportando de determinada manera. Y desde hace años se sabe que la ciencia actúa de la misma manera que la fe.
Pretender que se puede alcanzar la realidad ya comienza a ser una actitud infantil por estos días. Y creer que la literatura puede traer redención política es algo más absurdo todavía.
Estuvo bien durante muchos años. La moral avanzaba mucho más lentamente que la vida, era necesario denunciar. Pero las denuncias más concretas no eran las que mejor funcionaban. Siempre el desorden y el estallido, el revuelo moral, fueron las fuentes de la avanzada.
De todas maneras, antes había lugar para el militante artista. Hoy pareciera que es más necesario el artista militante, ante un arte clausurado por las coordenadas del teatro y el museo, plagado de inmorales inofensivos por un lado, y de moralistas escrupulosos por otro.