(Va la típica opinión del adolescente que se cree muy especial)
Hay algo que me molesta de cierto segmento del ambiente cultural de Buenos Aires. Se trata de esa capa de jóvenes profesionales de la cultura o de los medios de comunicación que son perfectamente capaces de admirar a cualquier poeta de la beat generation, pero a quienes desaniman los balbuceos del arte local. Como si la desprolijidad sólo fuera interesante cuando está lejos, si es posible en Marruecos, Tánger o algún puerto árabe.
Enrique Symns no sólo es un buen poeta y periodista, sino que cumple con todos los requisitos de la desprolijidad como para haber sido aceptado por aquel grupo heterogéneo. El chisme de "El señor de los venenos" es incluso digno de los géneros y los escándalos que tejían Burroughs, Bowles y compañía. Hay parecidas cantidades de alcohol y drogas.
Sin embargo, los jóvenes profesionales letrados argentinos pueden aceptar a cualquiera que venga de aquella época (sin importar si fue un mediocre o no), pero consideran a Symns poco más que un mendigo que a veces irrumpe en la fama. Algo parecido, he leído, sucedió con Jacobo Fijman (Vicente Zito Lema sacó su cuerpo de la morgue del loquero en el que Fijman había estado internado por décadas, para sepultarlo antes de que fuera utilizado por jóvenes estudiantes de medicina que jamás en su vida habían leído otro poema que no fuera el Martín Fierro).
Pero no es un problema sólo de los jóvenes profesionales (hablo de los jóvenes profesionales de la cultura; los médicos son casos perdidos ya). Todos somos rápidos a la hora de juzgar, y sólo los que están atentos husmean entre los papeles nuevos y el desorden de quienes todavía practican la literatura como una artesanía. Muchos de ellos podrían ser los anónimos muertos que luego se convierten en Kafka, en Pessoa, en Poe; algunos de ellos ni siquiera guardaron sus obras en el placard, pero la difusión de sus trabajos se encontró con el frío de la época.
Pero por otro lado, la imagen del cazador de talentos es una figura oscura, demasiado propenso a entremezclar el arte con el mercado. Tampoco parece una posición agradable.
Lo único seguro es que, como hubiera dicho Girondo, no reconocemos a los ángeles ni siquiera cuando los mosquitos pasan tocando la trompeta.
Enrique Symns no sólo es un buen poeta y periodista, sino que cumple con todos los requisitos de la desprolijidad como para haber sido aceptado por aquel grupo heterogéneo. El chisme de "El señor de los venenos" es incluso digno de los géneros y los escándalos que tejían Burroughs, Bowles y compañía. Hay parecidas cantidades de alcohol y drogas.
Sin embargo, los jóvenes profesionales letrados argentinos pueden aceptar a cualquiera que venga de aquella época (sin importar si fue un mediocre o no), pero consideran a Symns poco más que un mendigo que a veces irrumpe en la fama. Algo parecido, he leído, sucedió con Jacobo Fijman (Vicente Zito Lema sacó su cuerpo de la morgue del loquero en el que Fijman había estado internado por décadas, para sepultarlo antes de que fuera utilizado por jóvenes estudiantes de medicina que jamás en su vida habían leído otro poema que no fuera el Martín Fierro).
Pero no es un problema sólo de los jóvenes profesionales (hablo de los jóvenes profesionales de la cultura; los médicos son casos perdidos ya). Todos somos rápidos a la hora de juzgar, y sólo los que están atentos husmean entre los papeles nuevos y el desorden de quienes todavía practican la literatura como una artesanía. Muchos de ellos podrían ser los anónimos muertos que luego se convierten en Kafka, en Pessoa, en Poe; algunos de ellos ni siquiera guardaron sus obras en el placard, pero la difusión de sus trabajos se encontró con el frío de la época.
Pero por otro lado, la imagen del cazador de talentos es una figura oscura, demasiado propenso a entremezclar el arte con el mercado. Tampoco parece una posición agradable.
Lo único seguro es que, como hubiera dicho Girondo, no reconocemos a los ángeles ni siquiera cuando los mosquitos pasan tocando la trompeta.
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